miércoles, 11 de febrero de 2009

Luisina quiere volar


- Pero ¿por qué no puedo? -insistió Luisina empecinada.
- Porque es un disparate -contestó su madre, comenzando a irritarse.
- ¿Y por qué es un disparate? - repreguntó la niña con infantil pertinacia.
- Porque sí – dijo la madre con tono de “y sanseacabó”.
- Más que disparate es una blasfemia -dijo la abuela que tejía junto a la ventana; si Dios hubiese querido que volásemos nos hubiera dado alas
- Como a los aviones -agregó Gonzalo con su lógica de cuatro años.
- ¡Pero yo quiero aprender a volar! Puedo usar los brazos en lugar de alas, como Wendy y los niños.
- Pero ellos tenían el polvo de Campanita y vos no, y vos no -canturreó provocativamente Gonzalo, ganándose una mirada furibunda de su hermana.
-¡Pero me puedo pegar plumas en los brazos, como los ángeles! -rebatió Luisina, exasperada por la intromisión.
- ¡Más blasfemias! Esta chica está poseída -susurró la abuela persignándose.
- ¿Y a vos quien te dijo que los ángeles tienen las plumas ¡perdón! las alas pegadas? Terminá la leche y andá a hacer la tarea, querés; y dejá de hablar pavadas.
- Está bien -refunfuñó Luisina- ¡pero cuando sepa volar me voy a ir lejos y no voy a volver más! Y sacándole la lengua a su entrometido hermano, se fue.

Pero había algo que no sabían ni la madre ni la abuela ni el hermano de Luisina. Hacía días que ella venía observando a unos pichoncitos que se acurrucaban en un nido apoyado en una rama que daba a su ventana. Cada tanto se incorporaban y batían las alas, como practicando, pero sin abandonar el nido. Luisina los imitaba con precisión, ella también quería estar preparada para cuando llegara el momento de volar. Un día, mientras aguardaba la clase diaria, uno de los pichones, más audaz quizás que sus hermanos, se asomó al borde y, bajo la atenta supervisión de su madre, aleteó y se lanzó al vacío. Aterrizó en el espeso follaje de una rama vecina, y de ahí siguió, de rama en rama, cada vez más seguro, hasta que volvió al nido con un vuelo casi perfecto. Luisina quedó extasiada ante la hazaña y sintió una enorme felicidad. Ella había practicado tanto como él, y coraje no le faltaba. Había, pues, llegado el momento.

Con cuidado, arrimó el banquito al borde de la terraza. Para su vuelo inicial se había puesto sus mejores galas: el vestido que le habían comprado para su último cumpleaños, de broderie blanco con lazos de satén color rosado y rositas rococó alrededor del escote y los zapatos rosados de charol que le habían costado unos cuantos pucheros, pero los había conseguido. La cadenita de oro con la medalla de bautismo con su nombre grabado y la pulserita con el dije de coral haciendo los cuernos para la buena suerte. Su inexperta mano de seis años había desenredado sus cabellos y los había peinado sin hebillas, para que flotaran alrededor de su cabeza cuando ella volara. Supervisó todos los detalles, para asegurarse de que todo estaba en orden y subió al banquito. Desde allí miró a su alrededor, vió los techos y jardines a sus pies y respirando hondo, con un fuerte impulso, saltó.
El aire golpeó su cara, se le alborotó el cabello y abrió los ojos. Su casa se veía allá abajo y frente a ella se extendía el mundo. Con una ancha sonrisa, Luisina siguió aleteando con fuerza mientras se perdía a lo lejos.

El cruce

Carolina acaba de comprarse un par de zapatos. Son justo lo que buscaba. Elegantes, sofisticados, parecidos a los que vio esta mañana en la revista de la peluquería. Abraza la bolsa con su tesoro y se imagina lo bien que le van a quedar con su vestido nuevo. Esta noche es la gran noche.

Javier saca el auto del estacionamiento y enfila hacia el Bajo. La reunión es en quince minutos y ya está llegando tarde. Quiere hacer el negocio de una vez, necesita esa plata. El auto de adelante frena en amarillo y Javier casi lo choca. La luz verde tarda en volver. Le quedan doce minutos.

Carolina está emocionada. Es su primera fiesta de largo y quiere lucir como una diosa. Porque va a estar Nacho. Y cada vez que piensa en Nacho siente como burbujas en el estómago y se pone colorada. Tropieza con un señor que paró porque cambió el semáforo. Le pide disculpas y sigue pensando en Nacho. Javier acelera para recuperar el tiempo perdido. Va pensando en qué le va a decir al cliente, cómo le va a presentar el producto. Es un hueso duro de roer el tano éste, pero Javier necesita cerrar la operación. Tiene que lograrlo de cualquier manera. Nacho tiene que besarla esta noche. Se va a poner un rojo intenso en los labios y el perfume de Nati, buenísimo, matador, de mujer. El asunto es cómo empezar la conversación. ¿Con alguna disgresión o directo al punto? Al tano no se le puede hacer el verso, es demasiado vivo. Mejor ir directo al punto. Otro semáforo en rojo. Le quedan 6 minutos. Saca la cabeza por la ventanilla y mira hacia arriba. Las nubes están tomando un color plomizo. Va a llover. Piensa que si llueve no van a poder bailar en la terraza, a la luz de la luna, como ella sueña para su noche romántica. Tropieza con una baldosa rota y trastabilla. Casi se le cae la bolsa cuando se sujeta con fuerza de una reja. No quiere torcerse un pie justamente hoy. Hoy es el día. Si todo sale bien, lo va a invitar al tano a cenar aunque tenga que quemar la Master.
Le quedan tres minutos. Empieza a llover y él sabe que, cuando llueve, el tránsito se complica. ¡Qué lástima, está tan cerca!... La lluvia cae sobre el parabrisas, el pavimento, los techos, las veredas, las personas... Ella no quiere que se le moje el pelo recién arreglado. Esquiva a la gente que se apresura por la vereda. Se desliza junto a la pared siempre abrazando la bolsa, ahora moteada con gotas de agua. Se apretuja con otros en la ochava para poder cruzar cuando haya un claro en el tránsito. La lluvia arrecia. Los limpiaparabrisas trazan arcoiris borrosos sobre el vidrio; a través de sus franjas de color Javier alcanza a ver a una mujer de tapado rojo que avanza hacia el cordón de la vereda. Parece dudar un momento. Luego baja al pavimento y corre a través de la calle. Carolina trata de taparse el cabello mientras cruza, cuando el auto la embiste y la lanza varios metros más allá, como una muñeca desarticulada y muerta. Todavía sujeta con una mano tiesa la bolsa desde donde se asoman, curiosos, los zapatos de fiesta.

Con un volantazo, Javier evita a la mujer del tapado rojo y le grita: ¡Tarada! ¡Si te querés suicidar tirate al río! aunque sabe que la mujer ya no lo escucha, porque sigue corriendo hasta un techo protector. Estaciona y mira el reloj. Definitivamente, está llegando tarde.

El santuario del angelito


Gerardo maldijo por enésima vez su propia estupidez. Una hora antes, cuando Sandra le pidió que fuera a buscarla, no se imaginó las consecuencias que se derivarían de ese pedido. Esa hora en que la tarde cede paso a la noche y la vista engaña no era la más conveniente para andar por caminos desconocidos. Y la niebla, que se había abalanzado sobre él como una bestia agazapada, haciendo su marcha más incierta, fue causante del accidente. Le había errado al puente y el auto se había clavado de punta en el arroyo; por fortuna el nivel del agua estaba bajo y pudo salir con un poco de esfuerzo, algunos arañazos y un remojón, pero se dio cuenta de que iba a ser imposible sacar el auto sin ayuda de un remolque. Se sentó para tomar aliento mientras se preguntaba si le convenía volver al pueblo o seguir adelante y tratar de llegar a donde Sandra lo esperaba. Encendió un cigarrillo y trató de tranquilizarse.


Hacía dos días que habían llegado a Villeta. Sandra tenía que arreglar temas relacionados con un campo, herencia de unos tíos, que quedaba a unos 10 km. del pueblo. El día anterior la había acompañado por el camino de ripio interminable a su encuentro con los abogados y el arrendatario, don Justo Pereyra. Se había aburrido demasiado como para repetir la experiencia, así que ese día, aprovechando que Sandra iba a ir en el auto de los abogados, había decidido dedicarse a recorrer el pueblo y sus alrededores. Durante el desayuno, le pidió algunos datos al hotelero. No sólo recibió del hombre una larga charla sobre los lugares que podía visitar, sino que también le entregó un folleto bastante manoseado de la Delegación Municipal de Villeta sobre las atracciones locales, pidiéndole que se lo devolviera luego, ya que era el único que tenía.
El resto de la mañana se le pasó muy rápido mientras recorría los lugares que le habían sido indicados, sin encontrar nada que valiera realmente la pena ver. Anduvo a la deriva por los caminos vecinales hasta que sintió hambre y se dio cuenta de que ya eran más de las dos. Empezó a fijarse si había algún lugar para comer algo y unos minutos más tarde vio una especie de galpón que parecía un almacén de campo, con un patio lateral en donde humeaba una parrilla. Había una mesa improvisada compuesta por dos tablas largas apoyadas en caballetes, alrededor de la cual había sentadas seis o siete personas. Clavado en el tronco de un árbol raquítico había un cartel maltrecho que decía “Asado, 5$”.
Atraído por lo agreste de la escena, detuvo el auto y descendió para observarla más de cerca. El olor de la carne asada lo atacó por sorpresa, envolviéndolo en un vaho al que fue incapaz de resistirse.
- Buenas, con permiso –dijo entrando en el patio.
- Arrímese nomás – El paisano que atendía el asador apenas si volvió la cabeza para contestar y siguió en lo suyo.
Gerardo se acercó a la mesa, saludó a los que ya estaban sentados y se acomodó en una punta. Notó que el grupo era más heterogéneo que lo que de lejos le había parecido: un grupo de paisanos. Había dos muchachos de alrededor de veinte años, con sendas mochilas, que con ojos brillantes fijaban ávidamente su vista en la carne que se doraba sobre las brasas. Había tres que debían ser del pueblo: una pareja relativamente joven y una mujer que podía ser la madre de cualquiera de los dos, hablando en voz baja entre ellos. Los otros dos sí eran, sin duda, peones de campo. Gerardo observó los surcos de la intemperie en sus rostros, las manos recias de uñas ennegrecidas y su expresión casi pétrea. Una mujer bastante desaliñada colocó a lo largo de la mesa tres jarras con vino tinto y varios vasos que hubieran merecido una buena fregada. El se sirvió un vaso: el vino era áspero pero no desagradable y su paladar lo fue aceptando a lo largo de los sorbos sucesivos.
El viejo empezó a servir el asado. A medida que el líquido de las jarras había decrecido, el ánimo de los parroquianos se había ido aligerando. Los jóvenes charlaban animadamente con la pareja de lugareños, informándose acerca de los lugares interesantes para visitar en la zona. Gerardo escuchaba, recordando el sucinto folleto, y dudaba de que hubiera algo que se le hubiera pasado por alto. Hasta los gauchos habían abandonado su gesto adusto y parecían participar en la conversación con el ir y venir de sus miradas de uno a otro de los presentes.

Mientras les servía la carne, el parrillero deslizó frente a los mochileros una frase en un tono casi casual.
-Tienen que ir a visitar el santuario del angelito.
-¿El santuario del angelito? ¿qué es eso?
Pero el viejo no contestó y siguió sirviendo. La mujer de mayor edad contestó por él. Era la primera vez que Gerardo oía su voz y el sonido lo impresionó. Era una voz apagada, seca, pero con una cualidad ardiente que la transformaba en un susurro inquietante y perfectamente audible.
- Hace muchos años -comenzó la mujer- un chico se escapó de la vista de su madre y se perdió. Lo buscaron durante dos días y finalmente lo encontraron al borde de un arroyo, muerto. La madre se volvió loca y hubo que encerrarla; al poco tiempo, ella también se murió. El chico era muy hermoso, y a pesar de los días transcurridos, lo habían encontrado intacto. Los animales no lo habían tocado, porque se dijo que el niño estaba destinado a ser santo y ése era su primer milagro. Todos comenzaron a ir al lugar a rezarle al angelito y a dejarle velas y flores. A veces, otros regalos, que quedaban al sereno y se terminaban estropeando. Por eso la gente juntó plata y el carpintero construyó una capillita que está llena de ofrendas. Yo misma... - La voz del viejo la interrumpió bruscamente:
- Si van a ir al santuario, vayan temprano, con luz.
-¿Porqué? ¿Queda muy lejos?-
Gerardo sabía que no, porque ahora recordaba una especie de estantería con techo a dos aguas que había visto el día anterior, yendo a lo de Pereyra, al cruzar el puente sobre un arroyo del que ni siquiera sabía el nombre.
-No- dijo el viejo, arrastrando las palabras como si le costara expulsarlas de la boca. -La cosa es que cuando se va la luz viene a buscarlo la madre, y como no lo encuentra, llora, grita, y se queja mientras da vueltas por todo el lugar.
-¡Esas son supersticiones!- se elevó la voz de la mujer. Los dos peones se persignaron y los mochileros abrieron los ojos con un nuevo interés.
- Lo que quiera, doña, pero yo la he visto con estos ojos. Y ustedes, harán bien en no estar cerca de ahí cuando oscurece. - El viejo se sentó en la cabecera de la mesa y no habló más.
El ambiente se había enfriado como si una ráfaga helada los hubiera azotado. El vino se había acabado y uno tras otro fueron abandonado el lugar. Gerardo volvió al pueblo pensando en una buena siesta. Cuando llegó, eran más de las cinco y las sombras se iban alargando en la calle casi desierta. El aire se había empañado con una tonalidad grisácea, como si un gigante estuviera espolvoreando cenizas impalpables. Entró al hotelito, recogió su llave y siguió hasta el fondo del corredor, donde estaba su habitación. Se tiró sobre la cama vestido, vencido por la modorra y se tapó con el cubrecama.
Se despertó sobresaltado por los golpes en la puerta. El hotelero le informó que había llegado el hijo de los Pereyra con un mensaje urgente de la señora que había ido con los abogados. Gerardo se despabiló y salió. El chico estaba en la vereda, sujetando todavía las riendas del caballo agitado. Le dio una nota de Sandra, en la que le pedía que fuera a buscarla al campo, ya que los abogados habían aceptado la invitación para pasar la noche en el campo y ella no tenía intención de quedarse en una habitación extraña, y mucho menos sola. Gerardo miró el reloj. Había dormido menos de una hora y estaba medio embotado. Entró y le pidió al hotelero que le preparara un café fuerte; lo tomó, fue a buscar el auto y partió.


Y aquí estaba ahora, tratando de decidir si volverse o seguir adelante. Ya estaba oscuro y no le causaba ninguna gracia pasar la noche al sereno. Se levantó y tiró la colilla del cigarrillo. Si iba a emprender una larga caminata, más le valía empezar de una vez. Avanzó alumbrado por la luna y poniendo mucha atención en donde pisaba. Había caminado unos diez metros cuando algo lo sobresaltó. A su izquierda había escuchado un murmullo que se iba haciendo más y más fuerte. Era como un ronroneo o un gruñido, pero no le sonaba a animal, era otro registro. También escuchó un arremolinarse de hojas, como si una brisa repentina hubiera emergido del suelo. No podía ver más allá del largo de sus brazos debido a la niebla, pero no necesitaba ver para saber que allí había alguien, o algo, no sabía qué, pero lo escuchaba claramente. El murmullo había dado paso a un gemido lastimero, chirriante, y a Gerardo se le erizó la piel. Las piernas no le respondían, temblaban. Cuando el gemido se tornó un grito ululante, infrahumano, escalofriante, cayó de rodillas y se tapó los oídos con las manos, cerrando los ojos y tratando de rescatar de su lejana infancia alguna oración que lo librara del mal. No recordó ninguna y se levantó como pudo. El grito había cesado. Se sintió más tranquilo y dio unos pasos. De pronto, un jirón de niebla se abrió y frente a él apareció la cara de una mujer desencajada, con los ojos redondamente abiertos y largas vestiduras blancas. La boca de la mujer se abrió; Gerardo supo que iba a volver a gritar y también supo que no quería escuchar ese grito otra vez. Desesperado, dio media vuelta y como pudo, a los tropezones, corrió alejándose de la fantasmagórica aparición, perdiéndose en la noche hacia quién sabe dónde.


En lo de Pereyra, Marga, la empleada, recogía las tacitas de café vacías del salón. Observó a Sandra, que estaba parada frente a la ventana y mirando ansiosamente hacia afuera. Se veía que estaba nerviosa y quería irse. Marga le preguntó si se le ofrecía algo y, ante la negativa, se retiró. Cuando llegó a la cocina oyó un ruido, miró hacia fuera por la pequeña ventana que daba al potrero y rápidamente abrió la puerta. Una agitada muchacha de unos quince años se deslizó adentro y le sonrió.
-¿Y, qué tal?- preguntó Marga.
- Muy bien, iba todo muy bien hasta que por ahí apareció un pueblero boleado. El José se escapó creyendo que era el patrón, y yo me lo fui a topar justo cuando me levanté, pero pegó media vuelta y salió pitando, así que me vine corriendo para acá. ¿Se dieron cuenta de que salí?
- No te preocupes, nadie se dio cuenta- la tranquilizó Marga.
En el comedor, Sandra seguía mirando por la ventana.

martes, 10 de febrero de 2009

La medusa

Elisa caminaba por la orilla del mar. Las pequeñas olas le golpeaban los tobillos y salpicaban sus piernas con espuma. Estaba disfrutando intensamente un día dorado de fin del verano en la playa casi desierta. De pronto, algo le llamó la atención: sobre la arena húmeda y burbujeante, reposaba una masa gelatinosa del tamaño de un plato sopero con unos tentáculos que parecían extraños fideos, en su interior. Era la medusa más grande que había visto en su vida.
No sin cierta repugnancia, la tocó con la punta de la ojota, sin saber muy bien para qué. Quizás para ver si estaba viva; quizás por simple curiosidad. Como los chicos, que van por el mundo tocando todo para descubrir de qué se trata, de qué está hecho. Como hacía tantos años en esa misma playa había tocado y conocido la arena y los caracoles; había jugado a escapar de las olas y a perseguirlas, había llorado con el roce de las medusas (no tan grandes como esa, pero seguramente igual de molestas) y las había tapado vengativamente con arena húmeda cuando las encontraba, como a ésta, fuera del agua.
¡Cómo se había divertido! Recordaba los veranos interminables en la casona frente al mar. Ni bien acababan las clases, empezaban los preparativos para ir a la costa. Era casi una mudanza, ya que llevaban todo lo necesario para los tres meses de vacaciones y siempre a último momento se agregaba algo más “por las dudas hiciera falta”, algo que podía ser un remedio, botas de lluvia o la licuadora. El viejo Chevrolet del abuelo parecía una carreta de colonos, y la cabecita de Bamba, la perra de la abuela, asomaba por la ventanilla. El padre los despedía, prometiendo ir a verlos todos los fines de semana mientras la madre le hacía las últimas recomendaciones. Finalmente, el abuelo ponía en marcha el auto y, como si sonara el disparo de largada, en ese preciso momento Elisa sentía que empezaban las vacaciones.
Después, la ruta, el sol, las vacas, los ranchitos, la parada del almuerzo y vuelta al camino; más vacas, perdices, trenes que pasaban, bandadas de pájaros, aburrimiento, veo-veo, siesta, llegada.
La casa siempre estaba oscura y olía a humedad, pero nadie lo notaba salvo la abuela, que fruncía la nariz mientras iba abriendo los postigos de cada ventana. La perra retozaba en el jardín y Elisa aprovechaba para escaparse a saludar al mar y a recoger los primeros caracoles de la temporada.

Elisa se incorporó con un suspiro. Con lentitud empezó a caminar nuevamente. Debía caminar una hora por día, le había dicho el médico, para evitar la osteoporosis. Después iría a sentarse a un barcito a tomar café, o mejor un licuado, hasta la hora de almorzar. De repente, le pareció que el día no era tan luminoso como un rato antes. Detrás de ella, una ola arrastró a la medusa hacia el mar.